Me abrazó despacito,
sin prisa, como quien parece salvarse tranquilamente de las sombras. Sentí su
cuerpo relajado, seguro y enamorado cubriendo el mío. Me protegió mientras creí
que moría de la pena. Era necia, por eso no lo abracé enseguida, me quedé ahí,
estática, con noches sin él estancadas sobre mi pecho, con un orgullo maltrecho,
con los gritos de reproche que mis ojos querían lanzarle, sabiendo que no me
merecía, que yo tampoco lo merecía, que
aunque mil veces nos buscáramos, otras dos mil deberíamos alejarnos, que nada
sería suficiente para borrar el destino trazado sobre nuestros nombres, que
aunque golpeáramos al cielo o al infierno, contar con un amor así no es
suficiente. Entonces recordé, recordé que lo amaba, que lo amaría, que mi
destino era un mal chiste, un error de pulso, de dirección, porque jamás podría
amar a alguien que no fuera él. Era de esas situaciones que debes evitar, de
esas cercanías que son ilícitas, condenadas, reprochadas, pero no había más qué
hacer, igual tendría que irme, igual él lo sabía, no era para mí. Pero teníamos
ese instante, un momento de rebeldía, teníamos una pequeña fracción donde
juntos, tendríamos que ser suficiente para ir a la pelea, donde ser irracional
representaría la victoria, en donde sus brazos eran una jaula abierta en donde
se liberaban tantas veces donde había disfrazado mi corazón.
Y sucedió. Mi corazón
se desnudó y emprendió vuelo tras el suyo. Ya no había nada que fingir y sin
darme cuenta, me había entregado a su abrazo, mientras que mis mejillas se
inundaban de tristezas acumuladas, de
besos escondidos, de miradas que morían en el suelo, de ganas que ya se
peleaban conmigo. Y yo le mojé su camisa con mis frustraciones de la vida, lo
mojé de mi odio con el destino, de mis reveses sin sus besos y me rendí ahí, me
rendí en sus brazos, revelé mis necesidades, mis miedos, mis deseos de tenerlo,
de ser suya, de tomar su vida y hacerla mía. Él lo entendió y sólo dijo
“también te amo” mientras tomaba mi rostro con sus manos. Y me besó. Me besó
como quien sabe que va a morir, como quien tiene la certeza de que la vida
puede ser una basura, pero que un solo beso, en un último beso, se puede
olvidar que antes hubo tanto que despreciar. Y yo acepté su beso, lo acepté con
una necesidad desmedida, con un hambre insaciable. Lo acepté salvándome de una
manera efímera, porque irreparablemente, aunque tanto, tanto sentíamos, no
éramos el uno del otro.
Me separé de él y poco
a poco, con dolor en el corazón, en el alma, en los huesos, me arrastré hasta
mi coche sin ver atrás. Sabía que me veía mientras me alejaba y yo me prometía jamás volver a ese
lugar, porque uno jamás quiere regresar a donde se te ha desgarrado el ser y el
alma. Buscaba las llaves del coche, pero sentí frío en verano, se helaron mis
manos, tuve un miedo estremecedor, tanto que se me inundaron los huesos de
pánico de perderlo para siempre. No sabía por qué, pero quise correr hacia
atrás, regresar hacia él, decirle que no me iría, que lucharía contra lo que fuera,
pero esperé demasiado, divagué tanto para decidirme, que ya era tarde. Lo
último que escuché de él, fue ese ruido doloroso, espantoso, estruendoso que
jamás olvidaré, porque cuando él se disparó, también me disparó a mí, porque la
bala que se incrustó en su cabeza, fue como si hubiera llegado hasta mi
corazón. Ahí lo supe, yo también moría,
pero el aire continuaba en mis pulmones.
Prefirió morir antes
de vivir una vida sin mí. Y ya qué importa mi dolor, si la decisión la tomé
primero yo, fui yo quien primero se alejó. No puedo asegurar si exageró o no, no
puedo afirmar que su vida podía ser mejor, porque al final, somos el resultado
de los daños, el resultado de las tormentas, nosotros mismos somos el desastre
y somos nosotros mismos quienes nos reparamos o nos destruimos más. A lo mejor cada
quien, guarda su propia dosis de aquello que necesitamos para resistir a la
hora de obrar sobre un corazón damnificado, y tal vez, a él ya se le habían
agotado las suyas, no lo sé. Él se alejó de forma definitiva ante mi deseo de
irme. Y ahora todos mis días son insoportablemente
lo que decidí. Fui egoísta, débil, me
rendí pero él también. Creo que lo más difícil de tomar decisiones, es que sea
una decisión de alejarse cuando se ama. Y la suya, fue una irrevocable. Y se me
fue, se me fue para siempre.
—Jarhat Pacheco